LOS TRASPLANTES DE ÓRGANOS, EL SISTEMA INMUNITARIO Y LA HERENCIA GENÉTICA.

Los organismos pluricelulares se deben enfrentar desde su aparición hace más de 600 millones de años a multitud de agentes infecciosos, de manera que hasta los animales de organización más simple, como poríferos o celentéreos poseen mecanismos de defensa o inmunitarios.

La primera prueba que han de superar los virus, bacterias u otros microorganismos patógenos, son las llamadas barreras externas. En el caso de la especie humana es la piel impermeable, queratinizada y compuesta externamente de células muertas. Los conductos internos suelen estar lubricados por secreciones mucosas (tubos respiratorios, digestivo, etc) que impiden el avance de los microorganismos patógenos. A veces estos fluidos poseen enzimas que atacan químicamente a los invasores, como es el caso de las lisozimas de saliva y lágrimas. Otras veces el PH de algunas mucosas son incompatibles con la vida de muchas bacterias, como el carácter ácido del interior del estómago o la vagina. Los animales disponemos además de todo un arsenal de actos reflejos defensivos, como la tos, el vómito, el estornudo, sin olvidarnos de la propia comunidad de bacterias simbiontes que coloniza nuestra piel y nuestros conductos internos, que colabora en nuestra defensa al eliminar competidores.

         

        Si las barreras externas han sido superadas, los microbios entrarán en nuestros tejidos y se pondrá en marcha la segunda linea de defensa: la respuesta fagocítica. Unas células sanguíneas llamadas macrófagos, crecen de tamaño, se activan y comienzan a patrullar, fagocitando células muertas y agentes infecciosos. Colaboran con ellos otras células, como los granulocitos neutrófilos o micrófagos. Favorece la acción de los fagocitos la subida de la temperatura y la dilatación de los vasos sanguíneos donde se localiza el foco de infección. Esta es la causa de la fiebre y de la inflamación de las heridas infectadas.

Cuando los dos mecanismos anteriores (ambos no específicos) no han sido todo lo eficaces que hubiera hecho falta, la infección progresa y los microorganismos comienzan a reproducirse en el interior del organismo. Los vertebrados recurrimos entonces a la respuesta inmunitaria, la más compleja, y sobre todo la más específica: existe una respuesta distinta para cada tipo de infección.

 

        El primer tipo de respuesta inmunitaria es la humoral. Las células que la protagonizan son los linfocitos B (madurados en la médula ósea). Básicamente, los linfocitos B producen misiles teledirigidos contra virus, bacterias y otros parásitos. Dichos misiles reciben el nombre de anticuerpos, y son diminutas proteínas que se asocian a cualquier sustancia extraña que entre en el cuerpo, neutralizando, aglutinando o precipitando al microbio portador. Cada linfocito B produce un solo tipo de anticuerpo, distinto de los demás, que es capaz de unirse a un tipo de sustancia extraña, distinta de las demás llamada antígeno. En ausencia de infecciones los linfocitos B son pequeños y poseen su superficie recubierta del tipo particular de anticuerpo que pueden fabricar. Cuando ha entrado un agente infeccioso, portará o liberará algún antígeno, qu tarde o temprano se unirá al receptor de un linfocito B. Si ello sucede, el linfocito B concreto se activará, se reproducirá intensamente y liberará masivamente el tipo concreto de anticuerpo. El mecanismo se conoce como selección clonal.

El segundo tipo de respuesta inmune es la celular. Es realizada por los linfocitos T (madurados en el timo). Este tipo de células no liberan anticuerpos, pero poseen como receptores de superficie unas moléculas parecidas a ellos, capaces también de reconocer y unirse a multitud de antígenos (o más bien, a fragmentos de ellos). Cuando esto sucede, se unen a las células portadoras, y les inyectan enzimas digestivas, matándolas. Este tipo de respuesta es conveniente para destruir células que ya hospedan a virus en su interior, o para acabar con células cancerosas. A este tipo de linfocitos se les llama también matadores o citotóxicos.

Hasta aquí se han comentado los mecanismos del sistema inmunitario, como si sus componentes actuaran de forma independiente, pero se debe recordar que tal simplificación es sólo un pálido reflejo de la realidad, ya que lo cierto es que todas las células a las que hemos hecho referencia colaboran entre ellas y funcionan como un todo activándose las unas a las otras, o inhibiéndose cuando es preciso, llegando a formar unos bucles de retroalimentación positiva y negativa verdaderamente eficaces.

Por ejemplo, los macrófagos no sólo sirven para fagocitar a los microorganismos infecciosos, sino que junto con otros tipos de células, trocean en su interior a los invasores y obtienen de ellos pequeños péptidos (antígenos), que unen a unas moléculas propias (los complejos principales de histocompatibilidad o HLA), y los colocan en la superficie de sus membranas plasmáticas. Al hacer esto, facilitan la activación de los linfocitos T, algunos de los cuales (linfocitos T coadyuvantes) a su vez liberan interleucinas y activan a los linfocitos B. Por esta razón los macrófagos también se denominan células presentadoras de antígenos. El funcionamiento del sistema inmunitario, por lo tanto, se basa en dos principios: reconocimiento de lo extraño y disparo de señales de alarma.

Una vez superada una infección, son guardadas en “la recámara” numerosas células que han sido necesarias para vencer al agente infeccioso concreto, de modo que si se produce una reinfección, las defensas están ya listas y la respuesta inmune es inmediata. Esta es la causa por la que una misma infección nunca se produce dos veces. Esta es la causa de la llamada memoria inmune, y es la base para la utilización de vacunas. Así pues, el sistema inmunitario es capaz de aprender, sus partes se comunican entre sí y además está dotado de memoria. Es por tanto un buen candidato a ser considerado un sistema inteligente.

Pero el interés del estudio del sistema inmunitario va mucho más allá. Es conocido desde hace cien años que los trasplantes de órganos entre distintas personas no solía funcionar. Al cabo de pocos días o semanas, el órgano trasplantado solía morir. En cierto modo el organismo receptor “rechazaba” al órgano o tejido trasplantado. La causa de los rechazos fue un misterio hasta que no se conocieron mínimamente los mecanismos con los que actúa el sistema inmunitario. Se comprendió que una vez trasplantado un órgano, determinadas moléculas del mismo funcionaban como antígeno, y todas las defensas del receptor se ponían en marcha para atacar al injerto. Cuando se consiguieron los primeros medicamentos inmunosupresores, los trasplantes comenzaron a funcionar. No obstante, se siguió durante un tiempo sin saber cuales eran las moléculas de los injertos que funcionaban como antígenos. Tales moléculas resultaron ser los propios HLA de las células del órganos trasplantados.

Los complejos principales de histocompatibilidad, no están sólo presentes en los macrófagos, sino en casi todas las células. Son propias de cada individuo y presentan múltiples versiones. La causa de poseer un HLA de un tipo o de otro es la herencia genética. Por esta razón no se presenta rechazo en autoinjertos o en trasplantes entre gemelos, y por esta razón hay menos rechazos entre parientes próximos que entre personas sin parentesco.

El papel del HLA en los rechazos a trasplantes está hoy bien documentado. Por ejemplo, en los trasplantes de riñones se observa una tasa de supervivencia a 10 años de un 50% en el grupo de enfermos en los que se ha podido respetar las reglas de la histocompatibilidad. La citada tasa es de tan sólo un 30% en los enfermos trasplantados sin tener en cuenta la similitud de los HLA.

En el año 2002 se produjo la secuenciación concreta del brazo corto del cromosoma 6, y se destacó que entre sus muchos genes contiene numerosos de los genes implicados en la síntesis de los HLA. Tal descubrimiento fue sin duda una buena noticia para el campo de los trasplantes. En un futuro próximo sería posible catalogar de manera fiable los órganos listos para trasplante, en función del tipo de HLA del donante, con vistas a injertarlos sólo en aquellos receptores que presentaran uno similar. Se reduciría de este modo el riesgo de rechazos, y se podría disminuir las dosis de fármacos inmunosupresores en trasplantados, acabando por tanto con el riesgo de infecciones oportunistas.